En un ejercicio que se repitió hasta el hartazgo aunque no por ello deja de ser representativo, es extremadamente difícil recordar qué hicimos el 10 o el 12, pero es absolutamente imposible no conservar cada detalle del 11 de septiembre de 2001.
Esa mañana era una mañana más en la oficina en la que trabajaba, hasta que en el baño escucho dos colegas diciendo «viste? una avioneta chocó contra las torres gemelas». Teníamos unos monitores de tráfico y cada tanto, si había algo interesante para ver en la tele de aire, los desconectábamos de la señal interna y con un cable y un poco de contorsionismo improvisábamos una antena con la que captábamos algún canal de aire que colaborara un poco.
Me llamaron por teléfono y me dijeron «poné la tele», por lo que asumí que había algo para ver. Armamos la antena y apenas segundos después, el segundo avión se incrusta contra la otra torre. Recuerdo el silencio que se hizo en el piso. Habrá durado tres segundos, pero pareció eterno.
Ese día, además del terrible saldo en vidas, la aviación comercial enfrentaría una de sus crisis más determinantes. No sería la primera, ni la última, ni la más grave. Pero ese 11 de septiembre, la industria cambió para siempre.
El impacto inmediato lo sintieron los operadores norteamericanos: en 2000 habían reportado 2.200 millones de dólares de ganancia, y en 2001 cerraron con 8.000 millones en pérdidas. Experimentaron por primera -y hasta ahora, única- vez una suspensión total de operaciones, inédita en tiempos de paz y sólo practicada en ejercicios bajo la idea de nunca tener que ejecutar el plan.
La experiencia de viaje también cambió para siempre: cockpits reforzados y prácticamente inexpugnables, chequeos personales rigurosos y redundantes, mejor identificación del pasajero, controles de líquidos y equipajes, elementos prohibidos. Un clima continuo y extendido de desconfianza.
En el medio, una industria que comenzaba a reconfigurarse dio pasos agigantados para resolver cuestiones técnicas que, en tiempos de crisis, se volvieron importantes: los cuatrimotores aceleraron su ocaso. Los grandes proyectos de superjumbos que solucionarían la congestión aeroportuaria no tenían ya razón de ser: el avance de la confiabilidad de los motores, que se volvían más grandes y con mayor potencia, hacía innecesario un tetrarreactor pesado que volara largas distancias.
McDonnell Douglas archivó el MD-12, Boeing dejó de coquetear con su idea, y Airbus siguió adelante con el A380. Algunos años después, la maravilla tecnológica del fabricante europeo encontraba un nicho en algunos operadores, pero ya la industria había cambiado. El sistema de hub and spoke estaba empezando a mutar a una red más dinámica punto a punto. Empezaba la era de los bimotores.
A la aviación comercial le quedaban unos cuantos desafíos por delante: la crisis sanitaria del SARS en 2003 sería más profunda que las consecuencias del 9/11. El colapso financiero global de 2008 sería peor aún. Y ni que hablar del coronavirus y estos casi dos años de parate mundial, que diezmaron a la industria y cuyas consecuencias sufriremos por años.
Pero hoy, hace 20 años, cuando impactó el segundo avión supimos que las cosas iban a cambiar. Lo que no creo que hayamos podido imaginar es cuánto.