Recuerdos de una crisis que puso a prueba la fortaleza de la industria aerocomercial

Claudio Benites

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La mañana de julio era mucho más fría que de costumbre. Habíamos dejado atrás temperaturas bajo cero como hacía mucho no ocurría en Buenos Aires. Llegué a Aeroparque para iniciar mi viaje a Santiago de Chile muy temprano y, como de costumbre desde hace bastante tiempo, encontré un movimiento intenso, a punto tal que por momentos había que hacer malabarismos para transitar entre la ida y venida de pasajeros cargando valijas.

En medio de ese fragor matutino, de viajeros que llegaban, de los que se iban. Bajo ese murmullo incesante de voces apagadas por el vasto edificio, me vino de pronto a la mente un silencio. Un silencio absoluto, doloroso, traumático, que me llevó a una imagen también diferente, la de esos mismos espacios totalmente vacíos, desprovistos de aquello que le dan sustento, razón de ser.

No fue hace mucho, aunque ahora parezcan siglos, tan solo pasaron 48 meses. Hace cuatro años, cuando la pandemia golpeaba fuerte aquí, allá, con mayor o menor virulencia, en cada lugar de la tierra, en cada aeropuerto, hiriendo gravemente a la industria aérea, golpeándola de una manera brutal, sin piedad, donde más le dolía: la obligación de la inactividad.

Entonces todo se paralizó aquí. No fue igual en todos lados, pero en este país el cielo se olvidó de los aviones, los motores callaron su rugido, las alas se volvieron inútiles en tierra, las estaciones aéreas exhibieron descarnadas su soledad.

Eran tiempos en los cuales el futuro era incierto. Nadie sabía con alguna mínima precisión, en qué momento la situación comenzaría a revertirse. Fueron meses en los que la prioridad era la salud individual y general, en los que toda medida era tan insuficiente como justificada.

El Aeroparque Jorge Newbery se convirtió primero en una playa de estacionamiento de aeronaves, hasta que, de a poco, fueron trasladadas a Ezeiza mientras aprovechaban para acelerar obras programadas, como la construcción de una nueva pista de aterrizaje.

Sólo Ezeiza conservaba cierto movimiento. Algunos vuelos salpicaban cada tanto el cielo. Nunca me habría imaginado que sentiría tanta emoción al escuchar los sonidos tan característicos de un despegue o un aterrizaje.

 

Era un síntoma, mínimo, pero síntoma al fin, de que la industria no estaba exánime, no había dejado de respirar. Seguía latiendo y se fue traduciendo en el transporte de vacunas, insumos. En la repatriación de aquellos que habían quedado varados por todo el planeta. La savia vital estaba allí, latente, a flor de piel.

Comenzaron entonces a circular las previsiones. Que la normalidad llegaría en el 2023, ¡Una eternidad!, que la recuperación total en el 2024, que nada volvería a ser igual nunca, los más escépticos.

La situación se replicaba en la región, con más o menos matices. Algunos no cesaron nunca, como Colombia, Panamá o México. Otros iniciaron una recuperación más acelerada, como Brasil, pero en todos y cada uno de los lugares el impacto seguía siendo altamente destructivo de las economías locales, del Turismo, de la simple necesidad de estar con un familiar, un amigo, una pareja. Como nunca las distancias se habían ampliado tanto que era muy difícil dimensionar cómo y de qué manera se transitaría el camino para estrecharlas nuevamente.

Y, probablemente, también como nunca, los gobiernos y la sociedad toda tomaron cabal dimensión de la importancia que la industria tenía para el desarrollo de cada economía.

De cómo la ausencia de vuelos, impactaba directamente sobre el accionar cotidiano, y entonces fue palmario que sin aviones, sin conectividad, no es posible el crecimiento.

Lamentablemente fue el dolor de la pérdida lo que trajo conciencia, lo que puso a la región y al mundo todo, ante una realidad, que por natural, muchas veces no era asumida en su total dimensión.

En el 2020 el movimiento fue incipiente, en el 2021 se fue incrementando de a poco y entonces la recuperación ya no fue una quimera. Tímidamente primero, con estrictísimas medidas de seguridad sanitaria, atiborrados de barbijos y de certificados de laboratorios que decían «Covid negativo», poco a poco los pasajeros se fueron animando a volver a desafiar las alturas.

Lentamente las turbinas volvieron a trabajar, las alas recuperaron su función y los aeropuertos su razón de ser.

Los nuevos números estadísticos fueron surgiendo, motivando mayor o menor optimismo, pero había cifras que avalaban la esperanza.

Dos años atrás, en junio del 2022, el informe de ALTA indicaba que el tráfico de pasajeros para Latinoamérica y el Caribe, estaba ya en el nivel del 91.1% respecto al tráfico registrado antes de la pandemia en el 2019, constituyéndose en la región del mundo con mayor recuperación seguida por África con 86% de los pasajeros respecto al 2019 y Norteamérica con un 85%.

No obstante, el CEO de ALTA, José Ricardo Botelho, advertía que aún la industria enfrentaba retos, como el precio de los combustibles, la inflación en los países de la región, la volatibilidad en las tasas de cambio, la disrupción en la cadena de suministros y los riesgos de recesión, producto precisamente de casi dos años de actividad reducida o, en algunos caos, nula.

Un año después, ya el panorama era mucho más halagüeño. Botelho diría entonces que ese mes “el transporte aéreo en la región de América Latina y el Caribe (LAC) experimentó un hito significativo al superar por cuarta vez consecutiva los niveles de pasajeros registrados en 2019, antes de la pandemia de COVID-19”.

Con 29,2 millones de pasajeros transportados y un crecimiento del 1,8% respecto a sus niveles de 2019, Latinoamérica y el Caribe (LAC) volvió a posicionarse como la de mayor recuperación mundial en el ranking medido en pasajeros según región de origen/destino, detallaba el informe de ese momento de ALTA.

El 100% de este crecimiento respecto a 2019 había sido impulsado principalmente por el mercado doméstico. Y es que los vuelos internos, con menores requerimientos sanitarios, también guardaban relación directa con la recuperación que iba desarrollando cada población de los niveles de pacientes infectados de Covid.

Ahora, mirando 12 meses hacia atrás, Aeroparque ya había recuperado sus murmullos. No había barbijos cubriendo los rostros, lejos quedaron las restricciones sanitarias y los controles previos en ese sentido. La normalidad era la constante e, increíblemente, nos empezamos a olvidar de lo que habíamos vivido.

En Ezeiza, retornaron los vuelos diarios de las grandes compañías. Volvieron a verse aquellos aviones que se habían alejado durante todo el tiempo que duró la crisis. De a poco, prácticamente todas las empresas que volaban antes de la pandemia, acariciaban nuevamente la pista del Ministro Pistarini.

Y la imagen de gente agolpándose en las puertas de embarque volvió  ser la habitual.

Este año, las estadísticas de ALTA de mayo, indicaron que el tráfico de pasajeros desde, hacia y dentro de Latinoamérica y el Caribe aumentó 5.3%, para alcanzar 38.1 millones de viajeros, que representan 1.9 millones adicionales en comparación con mayo de 2023.

La pesadilla quedó archivada en un recóndito lugar de los recuerdos, pero es necesario no olvidar, no soslayar aquello que tanto daño provocó, porque las mejores enseñanzas surgen, precisamente, de los momentos críticos y de su superación.

AA2000 bloqueó los asientos del medio en la sala de preembarque

Los gobiernos deben reaccionar en cuanto a comprender que se debe apoyar a la industria para asegurar el crecimiento económico local y regional. En la medida en que no se tome conciencia de que los impuestos excesivos y las tasas operativas elevadas no contribuyen a ese crecimiento, la actividad seguirá siendo vulnerable a situaciones similares.

Un ministro de Turismo de Argentina esgrimía tiempo atrás una máxima: “Conectividad o muerte”. ¿Exagerado?, probablemente. Pero no demasiado. Sin conectividad no hay Turismo. Sin conectividad no hay relación entre los pueblos. Sin conectividad no hay progreso económico, sobre todo en países cuya disposición geográfica impone radicalmente la utilización de la vía aérea.

¿Alguien puede pensar en un tránsito terrestre entre el norte, el centro y el sur de Argentina?. ¿Alguien puede suponer otra forma de viajar por el longilíneo Chile que no sea a bordo de una aeronave?. ¿Acaso hay otra manera rápida y eficiente de transitar la montañosa geografía colombiana que no sea volando?.

La industria no solo sobrevivió a los golpes de la pandemia, los superó, creció, se consolidó y hoy exhibe una realidad distinta a la de hace 4 años, si hasta a Botelho le creció el pelo.

Faltan pocos minutos para las 10. Hago paciente la cola en la puerta de embarque. El vuelo, me dijeron, “está full”. A mi alrededor el movimiento es intenso. Hay otros tres vuelos en proceso de partida en el sector Internacional de Aeroparque. “Esto está colapsado”, me dice un conocido al pasar mientras espera su turno para subir a un avión que lo lleve a San Pablo.

La imagen de aquella desolación, de aquél silencio, parecen un mal sueño en mi mente. Cualquiera mirando este presente podría decir que eso “nunca ocurrió”. Pero sí ocurrió…

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