Finales de abril de 2020. Los argentinos estábamos habituándonos a vivir bajo una cuarentena que ya empezaba a sentirse eterna, pero todavía nos sosteníamos de la esperanza en que tal vez lo peor ya había pasado, que cumplimos con el esfuerzo, que nos quedamos en casa, que cerramos nuestros negocios, nuestras empresas, que nos conformamos con no reclamar aumentos de sueldo, que hicimos malabares para fusionar con algún mínimo grado de eficiencia la vida familiar y laboral bajo el mismo techo durante las mismas horas, que perdimos plata, algunos poca, otros muchísima, pero que todo valía la pena porque de esa manera evitamos miles de muertes en manos del maldito nuevo Coronavirus.
En Resistencia, Chaco, ciudad en donde vivo y uno de los principales focos del país, el gobierno provincial nos recreaba todas las noches una película de ciencia ficción cuando a las 21:00 los móviles policiales y de bomberos encendían al unísono sus sirenas para indicar a una atemorizada población que, a partir de ese momento y hasta la 6:00, nadie podía salir a la calle (medida suspendida recién hace una semana).
Por aquel entonces uno todavía vivía con cierta «curiosidad» y hasta espíritu «aventurero» la tan bastardeada «nueva normalidad» cuando iba al supermercado o a la verdulería equipado con barbijo, protector facial, guantes de látex, provisión de alcohol en gel y hasta toallitas desinfectantes. Toda persona con la que te cruzabas era un potencial «enemigo» que podía destruir tu vida tal y como la conocías.
Pero, de nuevo, la sensación era de que pronto iba a terminar, que estábamos encaminados. Después de todo nos iban extendiendo la cuarentena en cómodas cuotas de apenas dos semanas.
Y, entonces, el 25 de abril se conoció la famosa Resolución 144/2020 de la Administración Nacional de Aviación Civil que expresaba:
¿1 de SEPTIEMBRE? ¡¿1 de SEPTIEMBRE?! ¡¡¡¿¿¿1 de SEPTIEMBRE???!!!
Con mayor o menor estupor, esa fue la reacción de quienes, al margen de banderías políticas, amamos a la industria aerocomercial.
No podíamos concebir que la máxima autoridad aeronáutica de Argentina decidía poner de rodillas (bah, acostada panza abajo contra el suelo y con las manos esposadas) a las aerolíneas y su entorno por cuatro meses. Cuatro largos meses. Hasta septiembre, un mes que ya tiene tanto sabor a fin de año como abril todavía a verano.
El país que se da el lujo de mantener vigente una ley de política aerocomercial con medio siglo de antigüedad (con los grandes resultados que nos ha dado), redoblaba la apuesta y ponía de un solo saque en animación suspendida a la industria hasta abarcar casi tres cuartas partes del 2020.
Pasado el shock inicial (que incluso tuvo repercusiones internacionales), cada compañía se fue acomodando como pudo para tratar de sobrevivir al largo camino hasta septiembre.
Hubo intentos de negociar un adelanto de la medida a julio, al menos para los vuelos interprovinciales, pero todo quedó en la nada a medida que el país seguía sin poder controlar la cantidad de infectados y los gobernadores aumentaban el celo hacia sus fronteras.
Como la situación no era mucho mejor en el resto de Latinoamérica (e incluso peor dependiendo del país), diferentes gobiernos de la región fueron corriendo mes a mes la fecha del reinicio de los vuelos regulares domésticos o internacionales. Entre los principales mercados, solo Colombia, algunas semanas después, se animó a igualar la fecha establecida por Argentina con tanta anticipación.
Durante julio, Bolivia, Perú, Ecuador y Uruguay volvieron a darle aire a sus respectivas industrias aerocomerciales permitiendo la reanudación de vuelos domésticos y/o internacionales (aunque con severas restricciones en el último caso).
Mientras tanto, en Brasil, Chile y México las aerolíneas fueron incrementando cada vez más su oferta disponible luego del piso de abril y mayo, porque recordemos que fueron los únicos países de la región en los que no se detuvo al 100% los vuelos regulares de pasajeros (y vale aclarar que tienen gobiernos que van del populismo de derecha al de izquierda, en caso de que algún trasnochado quiera atribuirle un sesgo ideológico a la cuestión).
En fin, promediando julio los principales actores del mercado argentino (nacionales y extranjeros) ya sentían a septiembre a la vuelta de la esquina por lo que empezaron a activar los resortes necesarios para volver a operar. El final del largo camino estaba llegando a su fin.
Hasta que la falta de respuestas por parte de la ANAC y el Ministerio de Transporte empezó a sembrar dudas el último trayecto.
Hasta que la misma titular de la ANAC, Paola Tamburelli, en declaraciones reproducidas por La Nación dijo la semana pasada que «para nosotros septiembre, agosto, noviembre o diciembre es lo mismo y todo depende de cuando la situación sanitaria nos permita disminuir las restricciones que se están imponiendo para tratar de controlar el desarrollo del virus y de que el Presidente modifique el decreto que estableció la suspensión de vuelos».
Hasta que uno entonces hace memoria y recuerda que durante estos cuatro meses se dilataron definiciones en cuestiones elementales como el vencimiento de las tripulaciones o la ayuda financiera específica para el sector (como la que sí recibieron micros de larga distancia y cruceros).
Y entonces pienso, ¿qué hicieron durante todo este tiempo? ¿o qué intención tenían cuando tomaron la decisión que tomaron a fines de abril?
Porque si fueron capaces de extender con tanta anticipación la «cuarentena aérea» a través de una medida vanguardista (aunque, de nuevo, en un país que mantiene vigente una ley de política aerocomercial de hace medio siglo) considerando cómo ha evolucionado la pandemia localmente, lo mínimo que uno esperaría es que se cumpla la fecha establecida.
Es decir, no siguieron la política de, por ejemplo, Panamá, que viene extendiendo la suspensión de vuelos cada 30 días desde marzo en una actitud también criticable pero entendible dada la dinámica de la evolución de los contagios.
A finales de abril, cuando teníamos alrededor de 150 nuevos casos por día se decidió dejar en tierra a la aviación comercial por 120 días. Hoy estamos en 5 mil nuevos casos por día, ¿la mantendrán entonces ahí hasta el 2025?
Se entiende que el ministerio de Salud no quiera que vuelvan los vuelos regulares, pero tampoco podemos dejar el futuro de la industria aerocomercial argentina en sus manos, más aún cuando en muchos países se ha avanzado en protocolos que reducen al mínimo el riesgo de contagio a bordo, y también en medidas de testeo a quienes arriban y su posterior rastreo en caso de positividad…¿hay riesgo de que después se tenga que volver atrás en algunas cosas? ¡Seguro! Pero a lo largo de un siglo la aviación creció aprendiendo a mitigarlos.
Entiendo que la pandemia es una situación histórica que tomó a todos desprevenidos y a una flamante administración recién empezando a diagnosticar y delinear el camino de la aviación, pero cuatro meses después quizás no sea momento de inventar nada sino imitar lo que el mundo ya está haciendo en la materia.
Porque, está bien, «por lo menos va a quedar una», pero hasta esa «una» se encuentra cada vez más asfixiada por la incertidumbre que emana desde la ANAC y Transporte, tomando medidas impensadas como la suspensión de un 40% de su plantilla laboral.
Porque, está bien, se determina que los vuelos regulares (domésticos y/o internacionales) no vuelvan en septiembre, pero al menos deberían anunciarlo con tiempo, cuando tiempo es lo que más han tenido desde abril.
Quiero creer que la industria aerocomercial tiene en la ANAC y en Transporte a gente que la quiere grande, moderna, competitiva y sirviendo al país. Que es capaz de plantarse ante sus pares en Salud y Economía, o incluso hasta el mismo presidente de la Nación y exhibir elocuentemente lo grave que sería, tanto desde lo financiero como desde la pérdida de credibilidad, extender una medida que ya fue sujeta a escrutinio internacional cuando se la dispuso hace cuatro meses. Y que si no prestan atención entre cuatro paredes esa elocuencia puede al menos llevarse a la opinión pública de muchas maneras.
Quiero creer, pero cada vez me cuesta hacerlo cuando del otro lado solo hay silencio.
Y no soy lo suficientemente religioso para creer sin haber visto.
Mientras tanto, miles de empleos relacionados con la aviación corren riesgo.
¿Y los sindicatos?
Ya que menciono a los empleos que dependen de la aviación comercial, no puedo dejar de escribir acerca de la actitud, en mi opinión bastante pasiva que han tenido los sindicatos aeronáuticos tradicionales frente a la incertidumbre que enfrenta la industria, no solo en relación a la pandemia, sino también a la indecisión de las autoridades correspondientes.
Si bien reconozco que vienen manejando frentes de batalla muy importantes y complejos como el cierre de LATAM Argentina, la integración de Austral dentro de Aerolíneas Argentinas y las suspensiones, así como la situación de Andes y Avian, uno esperaría que también exijan al gobierno más benevolencia con el mercado aerocomercial y todas sus empresas satélites que emplean a miles de argentinos a lo largo y ancho del país.
La semana pasada en uno de los muy interesantes ciclos organizados por el Instituto Nacional de Promoción Turística de Argentina (dependiente del Ministerio de Turismo), entrevistaron al presidente del Sindicato Español de Pilotos de Líneas Aéreas (SEPLA), quien detalló el trabajo conjunto que realizaron con las empresas y cámaras para avanzar en aspectos clave de la postpandemia como el entrenamiento recurrente de las tripulaciones, el alivio económico a las aerolíneas y la generación de confianza en el transporte aéreo por parte de los pasajeros, entre otros.
Con excepción de la carta que hace un par de semanas enviaron los vapuleados sindicatos de Flybondi y JetSMART al presidente Alberto Fernández, en la que le manifestaron su necesidad de volver a volar, y el anuncio de un par de reuniones que mantuvieron los Sindicatos Aeronáuticos Unidos con Transporte y ANAC, poco y nada se ha visto de quienes tienen mayor representación entre los trabajadores aeronáuticos, que abarque a toda la industria sin ninguna bandera en especial. Y vamos que, como han demostrado nuevamente en el caso LATAM Argentina, saben muy bien cómo hacer llegar sus mensajes a la opinión pública a través de los medios tradicionales o las redes sociales.
Porque, perfecto, podrán «detestar» a JetSMART y a Flybondi acusándolos de precarizar la industria y crear sindicatos amarillos, pero al final del día un A320 de la empresa de Indigo Partners usa los servicios de Intercargo en Córdoba, paga tasas que mantienen a la EANA, la ANAC y AA2000, y sus pasajeros compran productos en los Free Shop, todas empresas y organismos que tienen empleados afiliados a gremios tradicionales, los cuales también se encuentran en «animación suspendida» por causa de la pandemia y la negativa del gobierno (nacional y, ojo, también muchos provinciales) a dejar que vuelvan a operar vuelos regulares.
Qué bueno sería que por sobre las luchas particulares (que por supuesto deben seguir existiendo) se pose al menos momentáneamente una mucho más grande como lo es la de la supervivencia de esta maravillosa industria aerocomercial que todos amamos y necesita, con urgencia, volver a despegar.
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