Viajar en avión con discapacidad: crónica de una inclusión que no despega
Viajar en avión siendo una persona con discapacidad continúa significando una odisea. En pleno siglo XXI, barreras físicas, burocráticas y culturales persisten en aeropuertos y aviones, invisibilizando a millones de pasajeros. Verónica Martinez, usuaria de silla de ruedas y directora de la consultora “Sí, Voy”, expone con crudeza y experiencia propia cómo la industria aérea aún falla en garantizar lo más básico: la dignidad.
Siempre me presento, ante todo, como persona con discapacidad. Porque esa condición no solo me define, sino que atraviesa cada aspecto de mi vida cotidiana, y por supuesto, también impacta profundamente en cómo viajo. Soy usuaria de silla de ruedas desde corta edad, debido a una discapacidad motriz causada por atrofia muscular espinal y creo que viajar en avión es un tema que sorprendentemente sigue siendo invisibilizado por gran parte de la industria aérea.
A lo largo de mi vida enfrento múltiples desafíos relacionados con la movilidad, y uno de los más complejos es el de volar. Cada viaje, cada aerolínea, cada aeropuerto, renueva mis ilusiones y también mis temores. No temo al vuelo en sí, sino a las numerosas barreras que aparecen antes, durante y después del viaje. Como consultora y viajera, conozco estos obstáculos de primera mano, y desde mi consultora trabajamos para visibilizarlos para transformarlos en oportunidades de mejora real.
El aeropuerto: esa pasarela incómoda
Para las personas ciegas o con baja visión, viajar en avión también implica desafíos concretos que, muchas veces, podrían evitarse con medidas simples.
Desde el ingreso al aeropuerto, la señalética suele ser exclusivamente visual, sin opciones en braille, con relieve o sistemas de audio que permitan una orientación autónoma.
El check-in se transforma en un trámite agotador, cargado de explicaciones innecesarias: volver a pedir asistencia, justificar que no puedo caminar, responder preguntas que ya respondí al reservar… como si mi silla de ruedas fuera un accesorio y no una extensión de mi cuerpo. Luego, la espera para abordar se vuelve una escena de abandono: me dejan sola durante media hora sin silla, sin saber si llegará a tiempo, sin poder moverme. Y no es un caso aislado. El New York Times lo resumió con crudeza en una de sus investigaciones: para las personas con discapacidad, volar hoy “puede ser embarazoso, incómodo e incluso peligroso”. Y lo es.

Además, es profundamente paradójico que, en pleno siglo XXI, a una persona adulta con discapacidad se le niegue la posibilidad de viajar sola en avión, exigiéndole la presencia de un acompañante “por seguridad”, como si su autonomía fuera automáticamente invalidada por su condición. Mientras tanto, un menor de edad puede viajar sin padres, con una simple autorización, e incluso recibe asistencia personalizada de la tripulación durante todo el vuelo. Esta doble vara no solo evidencia una mirada paternalista hacia la discapacidad, sino que revela cómo el sistema aéreo aún no logra distinguir entre brindar apoyo y limitar derechos.
También los perros de asistencia se enfrentan a barreras inesperadas. A pesar de ser animales entrenados para ayudar a personas con discapacidad, muchas aerolíneas exigen acreditaciones específicas, rechazan perros que están legalmente certificados o no reconocen registros oficiales, lo que obliga a sus dueños a emprender batallas burocráticas o legales para viajar.
He escuchado relatos de viajeros a quienes les denegaron el embarque con su perro guía en el último momento, incluso en vuelos domésticos, pese a haber presentado documentación completa. En otros casos internacionales, han quedado varados porque un país no reconoce el certificado de otro, obligándolos a optar por rutas complejas y costosas. Este limbo regulatorio, entre normas opacas y reglas contradictorias, agrega un nivel de estrés que muchas veces termina convirtiendo un viaje deseado en una pesadilla logística y emocional.
Transferencias: el instante de vulnerabilidad
Dejar mi silla para abordar no es un simple paso del proceso: es desprenderme, por obligación, de mi autonomía, de mi postura, de mi seguridad. Es un acto que duele, física y emocionalmente. Porque mi silla no es equipaje, es parte de mí. Sin embargo, al subir al avión, debo confiar en que será manipulada con cuidado, aunque sé que muchas veces no lo es. La escritora y viajera Tori Hunter lo describió con total claridad en su blog Tori Travels: “Mi silla eléctrica cuesta más de 30 mil dólares… me la devolvieron rota”. Así, el objeto que le permite moverse por el mundo fue tratado como si no valiera nada, como si no hubiera una vida entera sostenida sobre él.
La atleta y defensora de los derechos de las personas con discapacidad, Caitlin Conner, lo expresó con crudeza en LinkedIn: “Las mascotas reciben mejor trato que nosotros. Mi silla volvió torcida. Me ofrecieron millas como compensación.” Esa frase resume lo que muchas sentimos: que nuestra presencia a bordo sigue siendo una excepción, no una posibilidad contemplada.

En el aire: exclusión y dolor
En algunos aeropuertos, la falta de infraestructura adecuada como mangas o plataformas elevadoras expone a las personas con discapacidad a situaciones tan absurdas como peligrosas. Cuando no hay forma accesible de abordar, la "solución" suele ser improvisada: subir a la persona en andas por la escalera del avión, cargada por dos operarios que, muchas veces, no tienen la formación ni el equipo necesario para hacerlo con seguridad. Es humillante, riesgoso y completamente evitable. No se trata solo de incomodidad: se trata de integridad física. Cualquier movimiento en falso puede provocar una caída, una lesión grave, un trauma. Este tipo de prácticas revelan con brutal honestidad cuán poco priorizada está la accesibilidad en muchos puntos del sistema aéreo.
A bordo, las instrucciones de seguridad no se entregan en formatos accesibles, y la comunicación con la tripulación depende de si el personal está dispuesto a explicar verbalmente lo que otros leen. Incluso acciones simples como identificar el número de asiento, encontrar el cinturón de seguridad o solicitar una bebida pueden convertirse en obstáculos. En muchos casos, los pasajeros con discapacidad visual deben confiar en que alguien más les describa lo que sucede a su alrededor, renunciando a parte de su autonomía.
En los aviones, los baños no son accesibles. Esa simple realidad obliga a muchas personas con discapacidad a tomar decisiones extremas: no viajar en avión, postergar sus planes, o directamente deshidratarse horas antes de embarcar para evitar la urgencia fisiológica durante el vuelo. Yo también lo hago. Anticipo mis líquidos, planifico cada sorbo, y subo al avión con el cuerpo en alerta, en tensión constante. No es comodidad lo que falta, es dignidad. Las cabinas simplemente no están diseñadas para nosotros.
Discapacidad invisible: el dolor que no se ve
El trato también duele, y no siempre se ve. Preguntas como “¿podés caminar un poquito?” o comentarios condescendientes, gestos torpes o miradas que esquivan revelan una falta profunda de capacitación y sensibilidad. Los derechos están escritos, pero en la práctica se desdibujan entre excusas y procedimientos poco humanos. Reclamar no solo es desgastante: muchas veces es inútil.
A esto se suma un problema gravísimo y recurrente: el mal manejo del equipaje por parte del personal de tierra. Las sillas de ruedas -algunas valuadas en miles de dólares- son arrojadas, apiladas, forzadas en los compartimientos de carga como si fueran maletas. A demasiadas personas con discapacidad les entregan su silla destruida, inutilizable, sin comprender que no se trata de un objeto más, sino de una parte esencial del cuerpo, del movimiento, de la vida cotidiana. Sin esa silla, no se puede salir del avión, llegar al baño, ni volver a casa. Y aun así, seguimos sin respuestas claras ni protocolos seguros.
Las personas sordas o con hipoacusia también enfrentan barreras importantes al viajar en avión, aunque muchas veces se invisibilicen. La mayoría de las comunicaciones dentro del aeropuerto y durante el vuelo -anuncios por altavoz, cambios de puerta, demoras o instrucciones de seguridad- se realizan exclusivamente de forma oral.
Esto deja completamente fuera de contexto a quienes no pueden oír, generando desinformación, inseguridad y ansiedad. A menudo no se ofrece ninguna alternativa visual o escrita en tiempo real. Además, el personal no siempre está capacitado en Lengua de Señas o en estrategias básicas de comunicación accesible, lo que dificulta aún más la interacción. Para muchas personas sordas, un vuelo puede significar estar en un entorno totalmente desconectado, dependiendo de terceros para obtener información esencial.

Enfrentando el sistema
A pesar de todos estos obstáculos, seguimos volando. ¿Por qué?
Porque creemos firmemente que un sistema diferente es posible, imprescindible y urgente. En Sí, Voy insistimos para que las aerolíneas y aeropuertos adopten un enfoque verdaderamente inclusivo y respetuoso, que contemple:
- Protocolos claros y humanos que respeten la diversidad funcional en todas sus formas, desde la motriz hasta la sensorial y cognitiva.
- Sistemas de reserva accesibles, intuitivos y sin burocracia redundante, que permitan a cada persona comunicar sus necesidades con facilidad y confianza.
- Garantías reales de seguridad para dispositivos de movilidad y perros de asistencia, junto con compensaciones justas y sin limitaciones arbitrarias.
- Capacitación continua y profunda del personal, no solo en aspectos técnicos, sino en empatía, comunicación accesible (incluyendo lengua de señas) y derechos legales.
- Infraestructura que contemple baños accesibles en todos los aviones y terminales, mangas o plataformas elevadoras para abordar sin riesgos, y señalética inclusiva para personas con baja visión o sordera.
- Permitir permanecer en la silla motorizada a bordo, adoptando prototipos
- Sistemas digitales integrados que permitan confirmar asistencia y acompañamiento sin tener que repetir solicitudes o enfrentar confusiones.
- Escucha activa y participación directa de las personas con discapacidad en el diseño y mejora constante de los servicios y procesos.
Cierro con una pregunta:
¿Puede llamarse “universal” un servicio que deja fuera a millones?
Vivimos en una era en la que la tecnología nos permite soñar -y alcanzar- lo impensado: ya hay vuelos comerciales rumbo a la luna, taxis aéreos autónomos en fase de prueba, inteligencia artificial en las torres de control y desarrollos que transforman la experiencia de volar.
Y sin embargo, en ese mismo cielo futurista, las personas con discapacidad seguimos esperando lo más básico: poder usar un baño a bordo, viajar con nuestra silla de ruedas o abordarla sin miedo a que sea destruida, registrarnos sin atravesar una odisea burocrática que nos obliga a justificar, documentar y rogar por lo que debería ser un derecho.
La paradoja es brutal: mientras avanzamos hacia el turismo espacial, en la Tierra seguimos sin garantizar que todas las personas podamos subir a un avión con dignidad.

IG: sivoy.accesible
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