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    Cata, La Gata

    18 de febrero de 2018 - 20:46
    Cata, La Gata
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    Hacía sólo unas semanas que Teo, nuestro perro, había muerto. Mi mujer y yo éramos una única sombra triste que deambulaba por la casa. Aún sacudidos por el aluvión de espanto, el día a día era un lento tobogán hasta la noche, donde nos juntábamos en casa y luchábamos contra la ausencia.

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    En el trabajo entendieron bastante lo que significaba la pérdida. Estuve dos días juntando mis pedazos en casa. Mi mujer no tuvo tanta suerte: no recibieron bien que llamara la mañana siguiente del accidente para avisar que no podía pararse frente a sus alumnos. Cuando explicó el porqué, le dijeron que era sólo un perro.

    Una noche, ésa noche del 1° de Diciembre de 2014, hacía frío. Salimos a caminar, para ver si podíamos patear un poco la tristeza. Fuimos para un lugar para el que no íbamos: a todos los anteriores habíamos ido con Teo. Ya era de noche cuando pasando por la puerta del Hospital Israelita, escuchamos un tenue, casi apagado Miau.

    Nos acercamos, y apareció un gatito chiquito, muy cachorro, que maullaba con ganas. Parecía buscar a su mamá, y eso la ayudamos a hacer. Dimos la vuelta al hospital, esperando que aparezca una mamá gata y nos reclamara a su hijo. No apareció. No hizo falta hablarlo con mi mujer. Ese gatito no se iba a quedar solo. Se lo guardó en la campera, para darle calor, y así, con un bollito maullante y cabezón mirando por arriba del cierre, nos volvimos a casa con un nuevo integrante de la familia.

    Recién llegada.

    Estábamos en condiciones de incorporarlo? Creo que no. El golpe había sido muy fuerte y nada llenaría el espacio que dejó Teo cuando se fue. Sin embargo, recordé las palabras de mi psicóloga: «a la muerte se le gana con vida.». Y tenía razón. Cuando llegamos, hubo cierta negativa de los dos gatos que ya teníamos al nuevo huésped. Pero con una pequeña y temporal separación, estuvo a salvo esa primera noche. 

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    Más allá del dolor, me fui a dormir con una sensación que le dio sentido a todos y cada uno de los animales que pasaron por nuestra vida. Cada uno de los bichos que rescatamos nos deja una satisfacción específica: Uno menos. Hoy, hay uno menos que pasa frío, que pasa hambre. Uno menos que se muere en la calle. Esa noche, para ese gatito, se había acabado la indiferencia. Para siempre.

     

    Al día siguiente, fuimos al veterinario. No era gatito: era gatita. Tenía unos tres meses, y había quedado chiquita porque nutricionalmente no le quedó otra que sobrevivir. Vacunas y desparasitarios mediante, volvimos a casa. Y nuevamente, el procedimiento que generamos siempre: brindarle tránsito, ofrecerla en adopción, quedárnosla nosotros. Obviamente, teníamos que pasarlo. Y también tenía que tener un nombre. A partir de ese entonces, se llamó Cata. Cata la Gata.

    Y Cata la Gata se quedó, mientras tratábamos de reconstruirnos. Y se volvió la benjamina de la casa, haciendo todo el lío. Maulla y pide agua. Maulla y se queja. Cuando era chica, le gustaba dormir a upa, o sobre uno. Hoy, no se aguanta un abrazo más de unos segundos.

    Cuando se bancaba jugar.

    Le quedó de sus días de vivir en la calle la costumbre de apartar sus trocitos del plato y llevárselos a un costado. La miro con ternura y un poco de pena y le cuento que no hace falta, que nadie le va a sacar su comida. Que nunca más va a pasar hambre. Muchos dirán que no tiene forma de entenderme. No me importa.

    Con su hermano Pol.

    Cada tanto, deja su coraza y se deja hacer mimos. Se tira panza arriba, y se deja rascar. En las noches de invierno, se acurruca al lado de la cintura, abajo de las frazadas. Me contorsiono para dejarle lugar, y al final duermo todo torcido. No me importa.

    Cuando voy a la cocina, viene corriendo a la pileta y pide que le deje correr el agua. Se pone a tomar del chorro, y así está un rato. Vuelvo a asociarlo con aquellos días de calle y soledad y se me parte el alma. Tiene su recipiente con agua fresca todo el tiempo. Pero si nos ve en la cocina, va a pedir agua. Cinco, veinte, cincuenta veces. Y le vamos a dejar corriendo el chorro cinco, veinte, cincuenta veces. No me importa.

    La veo dormir y entiendo que es todo lo que está bien en nuestro mundo. Me une a ella un amor inconmensurable. Cuando éramos harapos y no podíamos ni con nosotros mismos, nos vino a buscar y nos hizo entender que la vida sigue.

    Desperezándose

    Y que a la muerte se le gana con vida. Con su vida, que cuidamos desde esa noche rara y fría de diciembre en la que nos encontró para salvarnos. Y que vamos a cuidar hasta el día que le toque encontrarse con Teo y se pongan a hablar de estos dos humanos que los cuidaron tanto.

    AUTOR
    Pablo Diaz (Diazpez)
    Pablo Diaz (Diazpez)

    Desde 2017, haciendo periodismo aeronáutico. Award-Winning Journalist: Ganador de la edición 2023 de "Periodismo de Altura", otorgado por ALTA. Facts don't care about your feelings.

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