Cuando se conoció que Elliot Management, el fondo de inversión que hoy controla la mayoría de las acciones de Southwest, le envió una carta al directorio de la aerolínea exigiendo cambios en el board y una «exhaustiva revisión del negocio», no faltó analista que dijera que la avaricia de aquél que pone plata era tal que querían enseñarle a Southwest cómo se maneja una low cost.
Justo a Southwest, decían, que inventó el modelo LCC. Que nació de una idea en una servilleta dibujada por Herb Kelleher, y que durante más de 50 años le mostró al mundo el camino que la aviación comercial iba a tomar. Que con seguir los principios rectores que le dieron vida en 1967, alcanzaba y sobraba.
Pero resultó que en Elliot Management no estaban tan equivocados. La presentación de resultados en la que se vio que la ganancia se redujo casi a la mitad revalidó el reclamo de cambios y prácticamente forzó a la directiva a abandonar el Open Seating, elemento característico de Southwest por cinco décadas, y empezar a cobrar por la asignación de asientos, incorporar un segmento premium y operar vuelos nocturnos, a contramano de las tradiciones de la aerolínea pero en sintonía con la evolución natural del modelo Low-Cost.
Si Herb viviera
Bromeaba en Twitter (o X, si prefieren) sobre las medidas, y decía que si Herb los viera cobrando por los asientos y volando red-eyes, los correría a escobazos, pero no sabría decirles si sería por haberlo implementado o por haber tardado tanto en implementarlo. En una industria tan dinámica como la aviación, y en un segmento tan vertiginoso como el Low-Cost, lo que hoy funciona tal vez mañana no y no hay piedad para abandonarlo. Lo que hace diferente y eficiente al modelo ULCC/LCC es justamente la adaptación continua y veloz al cambio.
Si se puede, anticiparlo. Si no, reaccionar lo antes posible. En el escenario post-pandemia, aferrarse a la tradición por la tradición misma es una debilidad: pregúntenle a los legacy carriers, que sufren ese dilema y quedan a mitad de camino entre la transformación radical y alguna lowcostización cosmética. Y en esa realidad está hoy Southwest, que aún habiendo liderado el cambio de la industria se quedó quieta y hace 50 años que hace lo mismo.
Los primeros coletazos del cambio se sentirán pronto, con la pseudo Premium Economy y el incremento de las horas de utilización de los aviones agregando los vuelos transcontinentales en la trasnoche. Ahora, la pregunta es: ¿alcanza con eso, o es un pequeño parche en un problema más grande? La respuesta, para terror de la aerolínea, no la tienen ni Southwest, ni Elliot Management, ni el fantasma de Kelleher que sobrevuela con la escoba en la mano: la tienen Boeing y en una medida menor, la FAA.
Indonesia-Etiopía-Dallas Love Field: el hilo rojo
Cuando cayó el JT610, pero sobre todo tras el accidente del ET302, empezó una pesadilla para Boeing y su 737 MAX cuya extensión apenas se podía vislumbrar y que pocos meses después, con algunas ideas más claras, era absolutamente aterradora. El MCAS, el software que protegía al MAX de la posibilidad de una entrada en pérdida funcionaba mal, tomaba datos de un solo sensor y en una incomprensible falta de criterio, había sido omitido de los manuales para poder mantener la transición de pilotos dentro del espectro de un curso de diferencias, en lugar de horas de simulador para las tripulaciones.
Ahora, ¿quién había pedido omitir las referencias al MCAS de los manuales? Southwest. En la búsqueda de reducir costos, la aerolínea quiso hacer el traspaso de pilotos de 737 NG a MAX lo menos complejo posible. Y en una industria en la que la seguridad es un pilar, dólar que se ahorra en seguridad es potencialmente un dólar que se gasta en indemnizaciones.
Tras los accidentes y la investigación de la FAA, el MAX estuvo parado por meses y los procesos de recertificación ganaron en complejidad. Ya sin autoridad delegada y con una desconfianza mayúscula de la FAA, Boeing tiene muy complicado el camino de la certificación de las nuevas variantes del MAX, tanto el 737-10 como el -7. Y ahí es donde radica hoy la debacle de Southwest. Por todo esto, si bien podemos decir que nada fue buscado, bien podemos afirmar que en un punto, la herida es autoinfligida. No hay inocentes en esta historia.
Los 378 Boeing 737-700 que todavía opera deberían ser reemplazados por los 324 737 MAX -7 pedidos, pero ese reemplazo ya tiene un atraso de por lo menos cinco años. Al paso que va la certificación del 737-10, no se espera que la variante -7 esté aprobada para antes de 2026 y por ende, Southwest está preso de dos opciones: seguir volando los -700 hasta cuando den, o seguir recibiendo 737 MAX -8 en reemplazo de los -7. Lo cual también es un problema.
El factor principal de éxito o fracaso de una aerolínea no es el precio, ni son los costos: se suele pensar que el aumento del precio del combustible es el mayor disruptor de la rentabilidad de una operación pero el gran asunto, siempre será la capacidad. Cómo divido los costos en los asientos que tengo -o no tengo-.
Uno podría concluir que recibir -8 en lugar de -7 es una ventaja para Southwest porque recibe un avión más grande por el precio que pagó uno de menos asientos, ¿verdad? Sí, pero no: si tengo más asientos pero la demanda es la misma, tengo que dividir el ingreso que genera la misma cantidad de pasajeros en una mayor cantidad de asientos. A menos que busque una forma de llenar ese avión, para lo que tengo que bajar el precio, aún cuando el costo es el mismo. Southwest tiene una red de destinos en la que el -700/-7 es ideal porque atiende la demanda justa. Un -8 es muy grande, por mejor consumo que tenga en comparación con el NG.
Si a esto le sumamos que la compañía estaba renunciando a cobrar un ancilliary tan ubicuo como el asiento, y a que no volaba transcontinental nocturno, la receta para el desastre estaba a medio hacer. Sólo faltaba que el fabricante al que le habían puesto todas las fichas fallara fuerte para que el barco escore. Y le está entrando agua por varios lados.
Cuál es la solución? Ese es otro problema. Porque cambiar de proveedor ahora es absolutamente imposible. En algún momento Southwest coqueteó con el Airbus A220 pero con las limitantes de las cadenas de suministro, difícilmente Airbus pueda producir una cantidad de A220 suficiente como para inclinar la balanza en el corto plazo. Lo mismo pasaría con Embraer y sus E2. Y a eso, agregarle lo que implicará retirar tripulaciones para certificarlas en el nuevo avión, mantenimiento, logística. Abandonar una estrategia de flota única no es barato, ni rápido. Y Southwest no tiene hoy ni plata ni tiempo.
Abrazarse a Boeing, rogar que el -7 sea certificado y que por algún milagro puedan producirlo a paladas es la única esperanza de la aerolínea. Como un rehén con un importante Síndrome de Estocolmo, Southwest sabe que la opción que tiene no es la mejor pero las otras son irreales. Queda ver cómo sale del embrollo.
Si es que sale.