Ubiquémonos en la noche del lunes 4 de enero: me sentía medio cansado y en un momento me dio un pequeño escalofrío. Por las dudas, busqué el termómetro y comprobé: ahí estaban, 38° sonrientes en la escala. Le pregunté a mi mujer si ella se sentía bien y me dijo que sí.
Salto temporal a la madrugada del martes. Aquellos 38 eran ya 39,5° y el dolor corporal empezaba a ser intenso. Repasando movimientos, era muy difícil que me hubiera contagiado. Desde el inicio de la pandemia que en casa seguimos con bastante apego las medidas de seguridad básicas. Obviamente, el nivel de observancia no era el mismo que en mayo o junio de 2020, pero aún así la limpieza, la distancia, el tapabocas y las salidas mínimas se mantuvieron. Hasta ese momento, tenía identificado otro posible culpable.
En 2020 tuve un episodio de cuatro días de fiebre alta, que terminó siendo causado por una otitis medio recurrente -cuasi crónica queda feo- y que con antibióticos se resolvió finalmente. Pensé que venía por ahí. Con esa idea, nos acercamos a la guardia del Sanatorio de la Trinidad de Ramos Mejía, igual que aquella vez. Nos dijeron que por el momento, había que combatir la fiebre con Paracetamol (1 Gramo cada 8 horas) y que volviera el jueves, por un hisopado y una tomografía. Hasta ese momento, no tenía más que una molestia menor para respirar. Casi como una pequeña agitación.
El lunes mismo a la noche compré por Mercado Libre un oxímetro, que mide la saturación de oxígeno en sangre. El umbral era claro: 97 para arriba bien, 95 para arriba ok, 93 para arriba ojo, 91 o menos… problemas.
El miércoles se empezó a complicar, y respirar costaba cada vez más. Una tos, levantarse al baño, sentarme en la cama me agitaba y quedaba por un rato buscando aire extra. Algunos ejercicios de yoga ayudaron a encontrar mejor caudal, pero el asunto se iba para el sur. Era cuestión de tiempo nomás.
Jueves, la tomografía revela una neumonía bilateral, típica de COVID. Me hacen el hisopado, tendré el resultado viernes o sábado. Batería de antibióticos: Amoxicilina, Ácido Clavulánico, Dexametasona. Sigue el Paracetamol para la fiebre, que empieza a ceder. El oxímetro tiene momentos de 97, momentos de 95. Aquellos momentos de falta esporádica de aliento ya dejan de ser tan esporádicos.
Viernes a la mañana, termino una llamada de trabajo de media hora completamente destrozado. Sólo hablé. No puedo con mí alma. Al mediodía me llaman: el hisopado dio positivo. Aislamiento domiciliario y monitoreo constante hasta el alta. Yo sigo cumpliendo con el tratamiento, pero las cosas se van complicando. El aire es escaso.
Sábado y domingo, lo mismo pero con una buena: la fiebre cede, y ya no vuelve. Eso es positivo. Lo que falta es aire, ya la sensación de ahogo es casi permanente. Pero respiro, dentro de todo. Mi mujer plantea seriamente la internación. Obstinado, creo que todavía falta para eso. Consejo: escuchen a sus familias.
Llega el lunes. Después de un rato de siesta, me incorporo tosiendo y no encuentro aire. Me pongo directamente abajo del chorro del aire acondicionado, forzado para que me escupa la cara, y apenas gano un poco de margen. El oxímetro se clava en 93. Mi mujer me sube al auto y hace Ituzaingó-Ramos Mejía en 10 minutos por autopista. Llego temblando a la recepción. Me vuelven a medir en el ingreso: 91.
Me llevan a una nueva tomografía, que claramente revela que la neumonía avanzó fuerte. Pensé que moría en el tomógrafo. La posición, los nervios y el cuadro me hacen pensar que en cualquier momento dejo de respirar por mí mismo.
Mando un par de mensajes: instrucciones para Aviacionline, claves bancarias, contraseñas. Estoy resolviendo por si las moscas. La sensación es omnipresente: no sé si salgo de esta. En ese momento, no daba dos pesos.
Me suministran aire y se me va la sensación de muerte inmediata. Sigo atrapado por el miedo. Me pregunto cuánta gente llega así y cuánta sale. A mi mujer le dan un primer parte: vinieron a tiempo, está delicado, se va a quedar internado. Por el momento, zafó de terapia, pero esto puede variar rápidamente. Hay que ver.
Ahí empiezan las vías y los caños interminables en los brazos, los controles rigurosos y periódicos, un enjambre de gente que está atrás de mí recuperación. Inyecciones, glucemia, saturación, kinesiólogo, nutricionista, enfermería, personal esencial que se desvive porque te recuperes.
Y pasás días acostado boca abajo porque oxigenás mejor, y te aburrís pero te das cuenta que no tenés absolutamente nada de que quejarte. En serio. Nada. Principalmente, porque estás vivo. Y porque tenés suerte.
Tal vez esa sea la joda: yo tuve suerte y se combinaron factores para que, en el esquema grande de las cosas, en unos días esto sea una anécdota. Pero hay gente que perdió y perderá familia por esto. Hay gente que no tiene acceso a recursos a los que yo pude acceder.
Yo estoy ya cursando los últimos estertores de este episodio, pero ahí afuera hay un montón de gente que caerá inevitablemente. Creo que es la obligación de aquellos privilegiados que podemos evitar riesgos contribuir para que el impacto sea el menor posible en vidas.
Todos tenemos posturas claras sobre la cuestión política alrededor de la gestión de la crisis. Lo entiendo. Y será cuestión de cada uno ser consecuente con esa postura. Lo que puedo contarles es, desde mí humilde experiencia, que todo eso se va por la ventana cuando buscas aire para respirar y no encontrás.
En los próximos días, si nada raro pasa, estaré volviendo a casa. Calculo que iré retomando actividades gradualmente, hasta una recuperación completa que todavía desconozco cuando será. Por ahora, déjenme darle las gracias al equipo médico del Sanatorio de la Trinidad Ramos Mejía, a mi familia que se bancó esta tormenta, a mí mujer que es todo en esta vida y gracias a cada uno de ustedes, que con su energía y sus buenos deseos hicieron que esto fuera más fácil. Todo eso que mandaron, llegó. Lo sentí.
Cuídense mucho, cuiden a los suyos. Desde el lugar que uno nunca quiere pero a veces no puede evitar, que es el de la experiencia: esto no es joda.
Abrazo enorme.
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